domingo, 28 de febrero de 2010

Rusia 1917. La revolución rusa. David Karvala

Tras la derrota de la revolución de 1905, el zarismo aprovechó para empeorar aún más la vida de todos, desde los trabajadores en las fábricas hasta los pueblos oprimidos de Asia central. El movimiento obrero tan sólo empezaba a recuperarse de estos asaltos, cuando estalló la Primera Guerra Mundial, en 1914.

Fue otra prueba, y gran parte de la oposición la suspendió. La burguesía empezó a recibir enormes beneficios de la guerra, así que incluso los supuestos demócratas respaldaron incondicionalmente la carnicería.

Los partidos reformistas —los eseristas, que pocos años antes habían tirado bombas a los zares, junto a gran parte de los mencheviques, la facción marxista más moderada— apoyaron a la Rusia zarista en su guerra contra el “imperialismo alemán”. Por toda Europa, dirigentes reformistas utilizaron excusas parecidas para apoyar a sus propios gobiernos. Algunos socialistas moderados mantuvieron que la guerra era un error y que los capitalistas debían ver que sus intereses reales residían en acordar la paz.

La gran excepción fueron los bolcheviques, el partido dirigido por Lenin. Éste se opuso totalmente a la guerra, denunciándola como un producto del capitalismo y argumentando que la única solución real era una revolución.

Los acontecimientos confirmarían su análisis.


Estalla la revolución

La revolución de Febrero de 1917 empezó el día 23 de aquel mismo mes, día internacional de la mujer trabajadora, según el antiguo calendario ruso. Las mujeres de San Petersburgo, la entonces capital rusa, ignorando la cautela de los partidos de izquierdas, convocaron una huelga y una manifestación para celebrar la fecha.

La guerra había comportado terribles sufrimientos para toda la gente trabajadora de Rusia. La protesta iniciada por las trabajadoras del textil desató una explosión de rabia y lucha. Los intentos por parte del zar de acabar con el movimiento sólo empeoró la situación; en poco tiempo, los cosacos, tradicionalmente las tropas que más reprimieron a los trabajadores, los estaban apoyando contra la policía. A los pocos días, el centenario imperio zarista cayó. El 27 de febrero de 1917 se volvió a formar el Soviet de San Petersburgo.

Durante décadas, incluso siglos, se había soñado con conseguir la democracia en Rusia. Ahora se había logrado, pero ¿qué debía pasar a continuación?

¿Democracia victoriosa?

Como suele ocurrir, el sentimiento reinante justo después de la revolución fue el de felicidad por lo logrado y el de unidad para consolidar la victoria.

El movimiento que había llevado a cabo la revolución se cristalizó en el Soviet de San Petersburgo, y luego en soviets que aparecieron por todo el territorio.

Pero también se creó un Gobierno provisional, formado principalmente por políticos liberales, que se hizo cargo del viejo Estado y, lo más importante, del ejército.

Los partidos reformistas, los mencheviques y eseristas, no vieron contradicción alguna entre los soviets y el Gobierno provisional, al que respaldaron plenamente. Efectivamente, no vieron ningún conflicto de intereses entre la burguesía y los terratenientes, por un lado, y los trabajadores y campesinos, por otro.

Muchos trabajadores de base tuvieron una visión muy diferente, tachando al poder oficial de “Gobierno de los capitalistas y latifundistas”, y exigiendo el poder para los soviets.

Tras la vuelta de Lenin en abril de 1917 —había estado largos años en el exilio— ésta se convirtió también en la posición del partido bolchevique. A partir de este momento, y hasta octubre de 1917, se libró una batalla —en gran parte ideológica, pero en momentos cruciales también física— entre tres visiones.

Los dirigentes reformistas se aferraban a la idea de instaurar en Rusia un sistema de democracia burguesa, donde ellos podrían constituir una oposición de izquierdas. Esta visión carecía de cualquier relación con la realidad.

Rusia estaba en guerra, una guerra que la burguesía quería ganar y de la que los trabajadores, campesinos y sobre todo soldados, estaban totalmente hartos.

Era un país de terribles desigualdades. Con la Revolución de Febrero, muchos campesinos ocuparon tierras y muchos trabajadores tomaron el control de sus fábricas. Nada de esto hacía gracia a la burguesía ni a los terratenientes, que exigían que la policía —y si hacía falta el ejército— les devolviese sus propiedades.

Las diversas naciones que se encontraban por la fuerza dentro del Imperio Ruso querían el derecho a decidir libremente su futuro, es decir, la autodeterminación. Otra vez, la burguesía rusa estaba en contra.

Así que la segunda visión —y en el fondo la única opción de los poderosos— era la de la dictadura; mano dura para continuar con la guerra, controlar a las naciones descontentas y tirar atrás los logros de los trabajadores y campesinos.

La tercera visión era la de los bolcheviques, que adoptaron la posición que Trotsky había mantenido casi en solitario desde 1905. Según él, en Rusia se tenía que llevar a cabo una revolución socialista, cuyo destino dependía de su extensión al ámbito mundial. En efecto, en el conflicto abierto en Rusia, la única alternativa a la dictadura de la burguesía era establecer el poder de los soviets mediante una nueva insurrección.

El problema era que una revolución socialista no la podía llevar a cabo una minoría ilustrada en nombre de la masa de gente. En su significado original —antes del auge de Stalin— el poder soviético significaba el poder desde abajo, el poder de la gente corriente. Si ellos no querían ejercer este poder, no se les podía obligar a hacerlo.

Al principio, la mayoría de los trabajadores, y más aún entre los campesinos y soldados, apoyaban a los dirigentes reformistas. Sus argumentos parecían más razonables. Se acababa de llevar a cabo la Revolución de Febrero de 1917; sería puro sectarismo dividir al movimiento con radicalismos, hablando de nuevas revoluciones.



“Explicar pacientemente”

De ahí que, entre abril de 1917 y las vísperas de la Revolución de Octubre, el lema principal de Lenin fue “explicar pacientemente”. Es decir, se tenía que mostrar en las luchas cotidianas y mediante los debates que, efectivamente, las opciones se reducían al capitalismo salvaje y dictatorial o a una revolución socialista.

Poco a poco, la realidad se imponía. El Gobierno Provisional —que inicialmente incluía a un solo ministro “socialista”, luego a varios de ellos, y finalmente a un Primer Ministro reformista— se negó a introducir los cambios que la gente quería. No sólo continuaba con la guerra, sino que intentó intensificarla. A los pueblos oprimidos les negó sus derechos nacionales. Defendió el control de los capitalistas sobre sus fábricas y de los terratenientes sobre sus tierras. Todo esto era el precio de la unidad con la burguesía que los reformistas veían como imprescindible. Pero era imposible satisfacer tanto a los ricos como a los trabajadores y campesinos.

Gradualmente, los que durante años habían soñado con una Rusia democrática y más justa, se convirtieron en carceleros poco diferentes a los que habían remplazado.

Tras una manifestación en julio de 1917 —promovida por soldados que se resistían a participar en una nueva ofensiva militar— los reformistas se convirtieron literalmente en carceleros: metieron a Trotsky y a varios otros dirigentes bolcheviques en la prisión. Lenin tuvo que esconderse para evitar el mismo destino. También cerraron la prensa bolchevique. Todo esto bajo la excusa de que los bolcheviques eran espías alemanes que atentaban contra la revolución.

Lejos de solucionar sus problemas, los reformistas sólo envalentonaron a la burguesía y a los terratenientes.

A finales de agosto de 1917, el General Kornílov —comandante supremo del ejército, nombrado por el primer ministro reformista, Kerenski— realizó un intento de golpe de Estado, moviendo tropas para tomar San Petersburgo.

Ante el golpe contra un Gobierno reformista que los reprimía, los bolcheviques decidieron resistir, pero sin dar apoyo alguno al Gobierno. Organizaron la lucha contra Kornílov desde abajo.

Fueron los trabajadores de base —a los que los poderosos siempre ignoran— los que derrotaron el golpe. Los ferroviarios desviaron los trenes que tenían que llevar las tropas sublevadas a la capital. Las trabajadoras se acercaban a los cuarteles para discutir con los soldados rasos y convencerlos de que apoyasen a sus hermanas y hermanos y no al militar derechista. Miles de acciones así evitaron que Rusia se convirtiese en el primer régimen fascista.

Hacia el poder de los soviets

La experiencia finalmente convenció a cualquier trabajador o soldado que todavía se fiase de los partidos reformistas de que la única alternativa ante un nuevo intento de golpe era establecer el poder de los soviets. La propia burguesía rusa había demostrado que no iba a permitir una democracia parlamentaria, la supuesta opción moderada.

La revolución bolchevique se asocia con la insurrección lanzada la noche del 24 de octubre y la toma del Palacio de Invierno, último reducto del Gobierno Provisional. Pero, por muy importantes que fuesen estos acontecimientos, realmente fueron como sacar del horno un pastel preparado antes y que llevaba tiempo cocinándose. Las luchas armadas de aquellos días fueron mínimas; casi todos los trabajadores y soldados ya apoyaban la revolución, mientras los burgueses —siempre dispuestos a enviar a otros a luchar por sus intereses— no querían arriesgar sus propias vidas.

La noche del 25 de octubre de 1917 se abrió el Congreso de los Soviets de toda Rusia. Éste declaró el poder de los soviets, llamó al fin de la guerra, apoyó la toma de tierras por parte de los campesinos y la autodeterminación de los diversos pueblos del imperio, etc. Fue un enorme paso hacia adelante en la lucha por otro mundo.

Desde las grandes cuestiones de la guerra y la opresión nacional, a los temas más locales de trabajo y vivienda, fue la propia gente la que actuó para solucionar sus problemas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario