10 de mayo de 2011. Fiodor Lukiánov.- Hace 20 años, el 17 de marzo de 1991, los ciudadanos de la URSS votaron en el referendo por mayoría aplastada (76,6%) a favor de “la conservación de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, como una federación renovada de repúblicas soberanas” (plebiscito no se celebró en los Países Bálticos, Georgia, Armenia, y Moldavia). El único en la historia soviética referendo fue un intento desesperado del centro federal para detener la desintegración del estado apelando directamente a la voluntad del pueblo.
Irónicamente, meses más tarde la URSS se desmoronó precisamente por la voluntad del pueblo: el 1 de diciembre más del 90% de ucranianos apoyaron la idea de independencia, aunque en marzo más del 70% de ellos se manifestó a favor de un estado unido. Al separarse la segunda república más importante, todo se acabó. Una semana más tarde el mundo oyó sobre el Tratado de Belovezh firmado por los presidentes de Rusia, Ucrania y Bielorrusia, que declaró la disolución oficial de la URSS estableciendo en su lugar la Comunidad de Estados Independientes (CEI).
El plebiscito se considera una forma superior de la democracia directa. Quizás, en la pequeña Suiza, donde la población decide sobre cualquier cuestión política o administrativa, es así. Pero en cualquier sociedad políticamente inestable y democráticamente inmadura el referendo no es una manifestación de los deseos de los ciudadanos, sino una herramienta para una intriga política y manipulación aun más explícita que la que suele observarse algunos comicios.
La votación sobre la conservación de la URSS fue un elemento de una lucha reñida que emprendieron las autoridades federales contra las élites de las repúblicas, ante todo contra la autoridad de Rusia liderada por Boris Yeltsin quien hábilmente arrebató el éxito del Kremlin al proponer aquel mismo día a la población de la República Socialista Federativa Soviética de Rusia (RSFSR) la creación del cargo de su propio presidente (más del 71% votaron “ a favor”).
De esta manera, fue creado un centro de poder alternativo que al fin y al cabo liquidó a su rival. En otras palabras, los ciudadanos de Rusia se proclamaron al mismo tiempo por dos guiones opuestos, siendo las dos votaciones libres y legítimas.
Posteriormente, fueron convocados varios referendos en el espacio postsoviético. Pero siempre sirvieron para afianzar y prolongar los poderes de mandatarios autoritarios (Bielorrusia, Kazajistán, Uzbekistán, Tayikistán, Azerbaiyán) o llevaron a agravar el proceso político como en Rusia en marzo de 1993 cuando Yelstin convocó el referendo sobre la confianza del pueblo a él y sobre la aprobación de una nueva Constitución que le confirió poderes muy amplios.
Así, los eventos violentos en Moscú de octubre de 1993 en el curso del contencioso entre el presidente y el parlamento fueron resultado, en parte, de que la voluntad del pueblo proclamada en primavera agudizó el conflicto de legitimidad y agravó el problema de la dualidad de poderes.
En marzo de 1991 ya fue imposible conservar el país. Su desintegración no fue provocada por los referendos, claro está. Pero esta experiencia permite sacar una conclusión curiosa. Los referendos llegan a convertirse o en atributos de regímenes que no tienen nada que ver con la democracia, o son medio de élites débiles que no quieren o son incapaces de asumir la responsabilidad por sus decisiones.
La historia no puede retroceder, pero es interesante reflexionar si hubo posibilidad de crear una renovada Unión de Repúblicas Soberanas como fue previsto por los resultados del plebiscito. Creo que esta posibilidad existió hasta el golpe de estado de 1991. Pero es poco probable que aquella unión hubiera parado el proceso de desintegración que ya iba acelerando a todo vapor. La Unión de repúblicas soberanas habría sido una etapa intermediaria de la redistribución del poder a favor de las repúblicas, siendo el mismo el resultado. La unión estaba condenada a colapso, porque la voluntad de los líderes por obtener poderes no era posible detenerla con medidas paliativas.
Sin embargo, si el tratado de la unión cuya firma fue prevista para el agosto de 1991 hubiera sido firmado, el carácter y, lo más importante, las consecuencias el colapso de la URSS habrían sido menos dramáticos. Las élites locales habrían obtenido el mecanismo del “divorcio civilizado” paulatino que crearon entonces de prisa llamándolo la CEI. Por lo consiguiente, la calidad de esta herramienta habría sido más alta y los pueblos habrían pagado un precio menor por la desintegración del país unido. Pero es que el precio que pagó la gente lo fijaron los políticos que no repararon en nada por obtener su propio premio.
A partir del 17 de marzo de 1991 desapareció una comunidad llamada “el pueblo soviético”. Pero su última voluntad, expuesta en el referendo sobre la conservación de la URSS, nadie la cumplió.